¿quién soy? |
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Tiempo de acción y tiempo de reflexión _____
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n la vida hay tiempo para todo, hay tiempo para la acción y tiempo para la reflexión e, incluso, hay tiempo para explicarlo. "La aventura no se puede explicar" decimos―yo también lo decía―y añadimos "... hay que vivirla". Incluso he llegado a escribir en el epílogo de mi libro que la apasionada locura que vivimos tenía el placer de fruta fresca y que era difícil, si no inútil, describir el sabor de una fruta, que había morderla y paladearla. Ahora me resulta muy evidente que todo esto lo decía para animar a vivir, a morder. Animar al que me escuchaba a vivir la aventura como excusa para saber si éramos capaces de construir, en vez de imaginar, la realidad por nosotros mismos. De salir de nuestras murallas, de dejar de mirarnos el ombligo para aumentar nuestra conciencia colectiva. "No se puede explicar ..." Pues sí, sí se puede explicar. |
He ido mejorando, ahora ya sé que la aventura es el cultivo de la iniciativa.
Cómo no explicar que al volver siempre llegas con un buen botín. Habrás satisfecho la curiosidad de saber lo que hay detrás de tu horizonte cotidiano, aprendiendo a mirar en vez de ver. Habrás podido medir la poca o mucha grandeza de tu interior y conocerás el nivel de tu tolerancia. Podrás salir de ello engrandecido, enriquecido. Habrás ganado en confianza y en la estima de lo que te rodea.
¿Cómo no explicar todo esto?
¡Ya lo creo!, se puede explicar y ¡hay que explicarlo! ¿Hablamos? |
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Y, encima, se puede definir; y al esforzarme a definirla he aprendido. He aprendido que si nos quedamos en casa matizamos demasiado y acabamos haciendo lo que no queremos. Que tenemos que hacer más sin pensar tanto. Que debemos cultivar la iniciativa, entendiendo como tal la capacidad para emprender e idear cosas, y haciéndolo con todas sus consecuencias: disfrutando de los aciertos y llorando los errores. |
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"Quién ha visto el mundo no está vacío de sentido" Proverbio de los Nyamwezy ('' gente de la luna'' o habitantes de la'' Tierra de la Luna'') recogido por R. Burton en su'' Viaje a los grandes lagos del África Oriental'' |
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prólogo de la versión castellana |
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Mi amigo el aventurero |
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os conocimos haciendo la mili en Palma de Mallorca, en el Campo de Instrucción de Reclutas de Son Doreta. El sargento de nuestra compañía se había apostado no sé cuánto dinero con el sargento de la compañía de al lado asegurando que nosotros, sus disciplinados subordinados, formaríamos los primeros a la diana del día siguiente. Apuesta arriesgada si se tiene en cuenta que siempre llegábamos los últimos. Pero es asombroso cómo puede encender un juego así el amor propio de los más rebeldes. Aquella noche, todos los soldaditos de nuestra compañía (la sexta) durmieron vestidos. Minutos antes de que sonara la corneta, ya estaban todos impacientes, pegados a la puerta del barracón, crispados por los nervios. Y cuando sonó la primera nota de aquella gloriosa e inolvidable diana, al primer bufido del turuta, salieron todos en tropel, como una estampida de búfalos, dándose codazos, entusiasmados, para formar en el patio mientras el más diligente de los reclutas vecinos todavía se estaba restregando las legañas.
Sólo dos soldaditos nos encontramos caminando tranquilamente, metiéndonos los faldones de la camisa en el pantalón. Nuestros compañeros, formados ya, nos metían prisa con grandes aspavientos, nos miraban con odio y nos dedicaban las muecas destinadas a los aguafiestas. Su honor estaba en nuestras manos y no nos dábamos cuenta. Entonces, el soldadito que caminaba a mi lado, con esa sonrisa soñadora y soñolienta que lo caracteriza, benévolo con aquellos pobres de espíritu, me miró con simpatía y comentó: ―Me siento como un galgo. Era Jaume Llansana. Mi amigo el aventurero. Con esa primera frase que me dirigió se definía. Porque creo que Jaume Llansana nunca ha corrido aventuras, siempre las ha vivido. Habrá corrido, cuando hiciera falta, pero nunca porque alguien hubiese apostado por él. Consigue conciliar el placer del riesgo con una ausencia casi absoluta de competitividad. Ha sido muchas veces el primero sin darle mucha importancia a eso, casi sin querer. Tanto él como sus compañeros de viaje, por ejemplo, desistieron de llegar a la misma cima del Aconcagua cuando ya lo tenían al alcance de los dedos, porque ya no les hacía falta. Simplemente, ascendieron con las motos hasta donde les gustó lo que vivían; cuando dejó de gustarles, desistieron. No habían llegado hasta allí para demostrar nada a nadie más que a sí mismos, y ellos mismos se daban por satisfechos. Empecé a admirarlo a partir de aquel primer momento y, muchos años después, todavía no he dejado de admirar su forma de vida. Aquella noche ya nos encontramos en la cantina y tomamos nuestra primera cerveza juntos y aquello fue el comienzo de una gran amistad. Me contó que era una rara mezcla de informático y aventurero. Un informático, experto en computadores (como se decía entonces), era en la época un bicho raro, alguien que hacía malabarismos de ciencia-ficción en una sociedad gris que todavía se asombraba ante un bolígrafo. Pero si, además se dedicaba a la aventura de verdad, a la de película, entonces sí que se trataba de una rara avis, amistad valiosísima que había que conservar y cuidar como especie en peligro de extinción. ¿De qué mejor manera se puede describir a un tipo que ha subido al Kilimanjaro en moto; que ha cruzado África de norte a sur en moto también, y sólo en moto, sin camiones de apoyo, sólo con lo que cabe sobre una moto; que en moto ha escalado al Aconcagua y que, cuando se cansó de motos, se propuso atravesar África de este a oeste en globo? Y, además, resulta que es simpático, campechano, amante de risas y sonrisas y nada pedante. Estaríamos dispuestos a perdonarle un poco de fanfarronería, una mirada de suficiencia, un leve sobrevuelo por encima de los mortales, pero ni siquiera estos defectos se permite nuestro aventurero. Sabe transmitir (y lo comprobaréis en el libro que tenéis en las manos) que sus aventuras tiene un valor maravilloso, pero no muy superior a la vida cotidiana de quien la vive con ilusión y entusiasmo. Es tan capaz de contar peripecias como de atender y aplaudir esas vivencias que a ti te parecen pálidas comparadas con las suyas. O te parecerían pálidas hasta que su mirada atenta, su comentario agudo y su sonrisa te hacen entender que todo es igualmente importante si te hace feliz. Volvía de sus viajes y, con toda modestia, sin fingimientos, me traía a casa un montón de folios o unas libretas, papeles amarillentos, sucios, manchados de barro y retorcidos en las esquinas. "No sé si esto interesará a alguien", me decía. En sus viajes, él asumía el papel de cronista y aquello que ponía en mis manos era el relato pormenorizado de todo lo que les había sucedido (a él y a los otros componentes de la expedición) día a día, escrito prácticamente en el mismo instante en que ocurría. Las novelas de aventuras más apasionantes que jamás he leído. Porque además, el amigo Jaume escribe estupendamente, sabe transmitirte a la perfección las emociones de cada momento. Nunca podré olvidar la descripción que hacía de aquella ocasión en que se perdieron en el desierto del Sahara, él y un amigo, en sus motos. Habían perdido de vista los listones que, clavados en bidones, marcan el trazado de la carretera cubierta por la arena. Se habían perdido en el desierto y a una de las motos se le terminó la gasolina. Jaume conducía la moto que arrastraba a la otra, y contaba cómo hablaba a la máquina, cómo le decía "No me dejes tirado, bonita, no me abandones ahora, hija de puta" y cómo lloraba. Y me pareció que el papel cuadriculado en que leía la proeza estaba salpicado de lágrimas. O cuando vieron una Ducati desguazada en un poblado de la selva, tirada sobre el barro. Ellos recorrían África con Ducatis y el dueño de aquella chatarra, muy listo, se la quiso vender. Ellos se negaron, ¿qué iban a hacer con aquel hierro? Y, unos quilómetros más adelante, crack, a una de las Ducatis que llevaban se le rompe una pieza. "¿Qué vamos a hacer ahora?". "¡Claro! La moto que vimos tirada en el último poblado. La que nos querían vender. De allí podemos sacar la pieza que necesitamos." Volvieron atrás, corriendo esperanzados, problema resuelto, para encontrarse con que el dueño de la moto, displicente y más listo que nunca, había decidido que ahora no quería venderse la moto. ―¿Qué si esto puede interesar a alguien? ―exclamaba yo, horripilado―. ¡Es la mejor novela de aventuras que he leído en mi vida! Me sucedió con el relato de África de Norte a Sur, me sucedió con la Expedición al Aconcagua y me sucedió con el manuscrito de esto que tenéis en vuestras manos, la aventura de África en Globo. Y al fin lo hemos conseguido. Por fin ha publicado algo de lo que escribió. No son sus únicas vivencias ni aventuras y no sé si conseguiremos que publique las otras, pero sí son quizá las más originales, divertidas y emocionantes. Por fin lo hemos conseguido. Y, naturalmente, no le ha costado nada encontrar un editor. Porque no es sólo lo que cuenta, sino cómo lo cuenta. Detrás de este texto, veréis continuamente la sonrisa, la bonhomía, la integridad de este aventurero apacible. No es un aventurero duro, escéptico, curtido por todo lo visto y vivido, cínico como sólo pueden serlo quienes se han enfrentado a la dura realidad en combate singular. No. Jaume Llansana no ha perdido la fe en el género humano porque nunca creyó que el género humano estuviera hecho a la imagen y semejanza de ningún dios. Y, si ha visto cosas, muchas cosas, que han estimulado su escepticismo respecto al futuro de la humanidad, también ha sabido ver otras que han mantenido intacta la ternura que le despierta esa misma humanidad. Por eso, cuanto te cuenta sus aventuras, su relato no es catastrófico, ni heroico, ni es una amarga denuncia, ni la descripción de un mundo extraño ni estrafalario. Su relato es una exposición cotidiana de un mundo interior que este aventurero lleva consigo. Si tuviera que destacar alguno de los muchos mensajes que contiene este libro me quedaría con la naturalidad con que Jaume vive y transmite la aventura. "No hay que ser un superhéroe para vivir estas experiencias", viene a decir. Y pone como ejemplo sus propios cansancios, sus propias renuncias, su propio entusiasmo, su manera de ser y de vivir. Es verdad que, de vez en cuando, le ha ido bien la compañía y la ayuda de un Hércules como su inseparable amigo Josep M. Lladó que un día lo sacó, a él y a la moto, de un caudaloso río que estaba a punto de arrastrarlos irremisiblemente; es verdad que necesita del buen humor y la pericia de alguien como Joan Comellas, pero así es como se explica el espíritu de equipo, la amistad, la solidaridad, que dan sentido a la aventura. Es éste un libro lleno de una sinceridad que va desde las vivencias más íntimas contadas desde la naturalidad y la impudicia de quien vive las tribulaciones con serenidad, porque forman parte de la vida; hasta los números, la contabilidad, la financiación, para que quede claro que este viaje no es una misión de niños pijos ni de titanes sino de personas que saben luchar por lo que quieren. Y que saben que, luchando con entusiasmo, casi todo es posible. "La aventura no se puede contar ―dice Jaume Llansana―. Hay que vivirla." Y ha conseguido que este libro fuera una invitación para todos los lectores. Una fantástica invitación a vivir. | |||